TEXTO COMPLETO DEL PRIMER DISCURSO DEL PAPA EN BRASIL
‘La paz de Cristo esté con ustedes’”,
fueron las primeras palabras de Francisco en Rio de Janeiro la tarde del
lunes 22 de julio durante la ceremonia de bienvenida que se desarrolló
en el jardín del Palacio Guanabara, en presencia de las más altas
autoridades del Estado, el Cuerpo Diplomático y varios cientos de
invitados institucionales.
Antes de este primer encuentro oficial,
el Papa quiso mantener otro encuentro: desde su salida del aeropuerto,
el Santo Padre, a bordo de un pequeño automóvil plateado, abrió la
ventana del vehículo que lo transportaba para que las personas pudieran
verlo mejor y para poder saludar y bendecir a quienes lo esperaban en
las calles.
Después, el cambio de auto por el
papamóvil. Las imágenes eran las mismas que hemos visto los últimos
meses en Roma durante las audiencias generales: el auto avanzando
lentamente y deteniéndose para permitir al Papa saludar, bendecir, besar
a la gente. Tantos niños – como en la Plaza de San Pedro – le eran
acercados por los policías para que el Santo Padre los acariciase y
bendijese.
La ceremonia protocolaria de recepción y
el primer encuentro privado con la presidenta Dilma Rousseff, inició con
una hora de justificado retraso. Después de las palabras de saludo de
la presidenta, el Papa Francisco pronunció el siguiente discurso:
Discurso completo del Santo Padre Francisco durante la ceremonia de bienvenida
Señora Presidente,
Distinguidas Autoridades,
Hermanos y amigos,
En su amorosa providencia, Dios ha
querido que el primer viaje internacional de mi pontificado me ofreciera
la oportunidad de volver a la amada América Latina, concretamente a
Brasil, nación que se precia de sus estrechos lazos con la Sede
Apostólica y de sus profundos sentimientos de fe y amistad que siempre
la han mantenido unida de una manera especial al Sucesor de Pedro. Doy
gracias por esta benevolencia divina.
He aprendido que, para tener acceso al
pueblo brasileño, hay que entrar por el portal de su inmenso corazón;
permítanme, pues, que llame suavemente a esa puerta. Pido permiso para
entrar y pasar esta semana con ustedes. No tengo oro ni plata, pero
traigo conmigo lo más valioso que se me ha dado: Jesucristo. Vengo en su
nombre para alimentar la llama de amor fraterno que arde en todo
corazón; y deseo que llegue a todos y a cada uno mi saludo: «La paz de
Cristo esté con ustedes».
Saludo con deferencia a la señora
Presidenta y a los distinguidos miembros de su gobierno. Agradezco su
generosa acogida y las palabras con las que ha querido manifestar la
alegría de los brasileños por mi presencia en su país. Saludo también al
Señor Gobernador de este Estado, que amablemente nos acoge en el
Palacio del Gobierno, y al alcalde de Río de Janeiro, así como a los
miembros del Cuerpo Diplomático acreditados ante el gobierno brasileño, a
las demás autoridades presentes y a todos los que han trabajado para
hacer posible esta visita.
Quisiera decir unas palabras de afecto a
mis hermanos obispos, a quienes incumbe la tarea de guiar a la grey de
Dios en este inmenso país, y a sus queridas Iglesias particulares. Con
esta visita, deseo continuar con la misión pastoral propia del Obispo de
Roma de confirmar a sus hermanos en la fe en Cristo, alentarlos a dar
testimonio de las razones de la esperanza que brota de él, y animarles a
ofrecer a todos las riquezas inagotables de su amor.
Como es sabido, el principal motivo de mi
presencia en Brasil va más allá de sus fronteras. En efecto, he venido
para la Jornada Mundial de la Juventud. Para encontrarme con jóvenes
venidos de todas las partes del mundo, atraídos por los brazos abiertos
de Cristo Redentor. Quieren encontrar un refugio en su abrazo, justo
cerca de su corazón, volver a escuchar su llamada clara y potente:
«Vayan y hagan discípulos a todas las naciones».
Estos jóvenes provienen de diversos
continentes, hablan idiomas diferentes, pertenecen a distintas culturas
y, sin embargo, encuentran en Cristo las respuestas a sus más altas y
comunes aspiraciones, y pueden saciar el hambre de una verdad clara y de
un genuino amor que los una por encima de cualquier diferencia.
Cristo les ofrece espacio, sabiendo que
no puede haber energía más poderosa que esa que brota del corazón de los
jóvenes cuando son seducidos por la experiencia de la amistad con él.
Cristo tiene confianza en los jóvenes y les confía el futuro de su
propia misión: «Vayan y hagan discípulos»; vayan más allá de las
fronteras de lo humanamente posible, y creen un mundo de hermanos y
hermanas. Pero también los jóvenes tienen confianza en Cristo: no tienen
miedo de arriesgar con él la única vida que tienen, porque saben que no
serán defraudados.
Al comenzar mi visita a Brasil, soy muy
consciente de que, dirigiéndome a los jóvenes, hablo también a sus
familias, sus comunidades eclesiales y nacionales de origen, a las
sociedades en las que viven, a los hombres y mujeres de los que depende
en gran medida el futuro de estas nuevas generaciones.
Es común entre ustedes oír decir a los
padres: «Los hijos son la pupila de nuestros ojos». ¡Qué hermosa es esta
expresión de la sabiduría brasileña, que aplica a los jóvenes la imagen
de la pupila de los ojos, la abertura por la que entra la luz en
nosotros, regalándonos el milagro de la vista! ¿Qué sería de nosotros si
no cuidáramos nuestros ojos? ¿Cómo podríamos avanzar? Mi esperanza es
que, en esta semana, cada uno de nosotros se deje interpelar por esta
pregunta provocadora.
La juventud es el ventanal por el que
entra el futuro en el mundo y, por tanto, nos impone grandes retos.
Nuestra generación se mostrará a la altura de la promesa que hay en cada
joven cuando sepa ofrecerle espacio; tutelar las condiciones materiales
y espirituales para su pleno desarrollo; darle una base sólida sobre la
que pueda construir su vida; garantizarle seguridad y educación para
que llegue a ser lo que puede ser; transmitirle valores duraderos por
los que valga la pena vivir; asegurarle un horizonte trascendente para
su sed de auténtica felicidad y su creatividad en el bien; dejarle en
herencia un mundo que corresponda a la medida de la vida humana;
despertar en él las mejores potencialidades para ser protagonista de su
propio porvenir, y corresponsable del destino de todos.
Al concluir, ruego a todos la gentileza
de la atención y, si es posible, la empatía necesaria para establecer un
diálogo entre amigos. En este momento, los brazos del Papa se alargan
para abrazar a toda la nación brasileña, en el complejo de su riqueza
humana, cultural y religiosa. Que desde la Amazonia hasta la pampa,
desde las regiones áridas al Pantanal, desde los pequeños pueblos hasta
las metrópolis, nadie se sienta excluido del afecto del Papa. Pasado
mañana, si Dios quiere, tengo la intención de recordar a todos ante
Nuestra Señora de Aparecida, invocando su maternal protección sobre sus
hogares y familias. Y, ya desde ahora, los bendigo a todos. Gracias por
la bienvenida.
TOMADO DE: https://www.facebook.com/news.va.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario